miércoles, 14 de noviembre de 2012


LOS PERROS QUE ESCRIBEN
ANÁLISIS DEL LIBRO "HISTORIA: ANÁLISIS DEL PASADO Y PROYECTO SOCIAL" DE JOSEP FONTANA.



V

Luego de la publicación en 1982 de la primera edición de Historia: análisis del pasado y proyecto social, otros investigadores en el área de la Historia han seguido a Fontana en la tarea de revelar al gran público que detrás de las supuestas intenciones de objetividad científica de los historiadores academicistas, se esconde un sistema de justificación y legitimación del sistema actual. Uno de los que ha acompañado a Fontana en dicha tarea ha sido el coloso de la Historia Marxista británica Eric Hobsbawm[1] exponiendo las formas como las élites políticas europeas utilizaron los estudios históricos para legitimar la unificación o descuartizamiento de naciones durante los siglos XIX y XX.
 Pero más allá del impacto que sobre los sectores especializados de la disciplina histórica produjo la publicación de la referida obra, el pensamiento de Josep Fontana aparece ligado de tal manera a la reivindicación del papel de la Historia en la actualidad, sobre todo luego de la serie de artículos que publicó defendiendo la disciplina histórica de la herejía fukuyamiana, que uno de sus conciudadanos, el historiador Juan Manuel Santana Pérez, en su libro Paradigmas historiográficos contemporáneos (2005) lo relaciona con el francés Michel Foucault como los “sendos autores” que definirían la Historia en los albores del siglo XXI, afirmando que:
“Nuestra reivindicación del papel de la Historia en el mundo actual trata de conjugar dos propuestas de sendos autores que de ningún modo podemos incluir en una misma corriente ideológica: Michel Foucault y Josep Fontana (…) Creo que es palpable un punto de coincidencia entre los dos planteamientos, para ambos el papel fundamental consiste en desenmascarar las legitimaciones en que se sustenta el poder. Es decir, que esta función explica por sí sola la actividad historiográfica, incluso para aquellos que el “desencanto” les ha llevado a creer que ya no existe nada por lo que luchar”. [2]

En efecto, el rasgo definitorio del pensamiento “fontaniano” ha sido la defensa a ultranza del rol socio-político de la Historia en un mundo que sufre la crisis estructural del sistema capitalista y que necesita recordársele con urgencia que la Historia no ha terminado, que el capitalismo no es la culminación del progreso humano y que, en definitiva, un mundo mejor es posible.
He allí el aporte más trascendental de la Historia: análisis del pasado y proyecto social de Josep Fontana, el haber motivado a historiadores y docentes de historia a luchar por enseñar a las nuevas generaciones que no han nacido en un sistema perfecto e históricamente culminado, incapaz de ser alterado y mucho menos sustituido; sino que pueden construir otro mundo, más justo, más igualitario, respetuoso del equilibrio ambiental del Planeta, donde los perros guardianes del sistema (los historiadores de un capitalismo históricamente inevitable y económicamente invencible) ya no los convenzan a permanecer inmóviles, temerosos e incapaces de tomar por asalto la casa del poder. O, para decirlo en palabras de Fontana:
“Nunca podrán dormir tranquilos con su botín mal ganado, porque siempre habrá alguien que enseñe a las nuevas generaciones a ver y entender que el orden que pretenden imponer debe ser combatido. Siempre habrá un profesor de historia que desvele en una nueva generación la conciencia de lo que es justo y lo que es injusto, y le transmita el bagaje de todas estas aspiraciones de justicia, de paz y de vida[3]

Nada podrán hacer los perros si al final del día, los intrusos terminan apoderándose de la casa que vigilan.


LOS PERROS QUE ESCRIBEN
ANÁLISIS DEL LIBRO "HISTORIA: ANÁLISIS DEL PASADO Y PROYECTO SOCIAL" DE JOSEP FONTANA.



III
(Cuarta Parte)

El impacto que tendrá el materialismo histórico en la sociedad será trascendental no sólo en el terreno político sino en la concepción de la historia, pues su difusión hacía insuficiente el ataque de la escuela historicista, por lo que se recurrió a destruir la esencia misma de la historia: su exactitud y cientificidad. Fontana achacará a este movimiento surgido a principios del siglo XX la llamada destrucción de la ciencia histórica.
El ataque lo inicia Benedetto Croce (1866-1952) afirmando que toda historia es historia contemporánea pues nace de las necesidades inmediatas del historiador y de la sociedad que la interpreta. Esta descarga de artillería será complementada con las ideas de Collingwood (1889-1943) sobre la imposibilidad de leyes causales en la historia que no sean eminentemente individuales. Sin embargo, quien dará el golpe más hiriente será el epistemólogo Karl Popper quien propugnará, en palabras de Fontana, que:
“La historia se ocupa de hechos aislados que no se elevan nunca a amplias generalizaciones teóricas. Hay algunos juicios generales en historia, pero son tan triviales que no tienen valor alguno para el trabajo científico (…) No hay tampoco, por consiguiente, una historia del pasado, sino distintas interpretaciones históricas, ninguna de las cuales es definitiva: cada generación escribe su propia visión de la historia”[1]

El resto de los mercenarios de este ejército de pensadores de la Reacción se reducirá a morfólogos de la historia como Oswald Spengler, Arnold Toynbee entre otros, estos son los que utilizan para sus estudios “la contemplación, la comparación, la certeza interior inmediata y la justa imaginación de los sentidos[2]” lo que reducía el trabajo historiográfico a un discurso literario más o menos místico.
A esta destrucción de la ciencia histórica se le opondrán diversos movimientos de reconstrucción[3] entre los que destacarán el proveniente de la antropología y la sociología, el revitalizador de una nueva historia económica, y la propuesta metodológica de la escuela de Annales.
El primer intento de reconstrucción, proveniente de la antropología y la sociología inició con el viraje teórico iniciado por Durkheim (1858-1917), Tönnies (1855-1936) y Max Weber (1864-1920) desde la sociología en cuanto al estudio de los hechos sociales en su propio medio, y continuó con los aportes de Franz Boas (1858-1942), Radcliffe-Brown (1881-1955), Manilowski (1884-1942), Marcel Mauss (1872-1950) y Vere Gordon Childe (1892-1957) desde la antropología.
Desde la perspectiva de la sociología el aporte ha sido la configuración de una corriente denominada historia social inspirada fundamentalmente en la metodología de la sociología funcionalista que se ha caracterizado por prescindir de la política lo que “permite pasar por alto las relaciones que puedan existir entre conflicto y formas de organización de la sociedad”[4].
Por su parte, desde la disciplina de la antropología han surgido interesantes propuestas como la antropología económica de Karl Polanyi que no es más que “un intento imaginativo de  formular las bases de una tercera vía entre capitalismo y  socialismo marxista”[5].
La segunda corriente reconstructiva de la ciencia histórica será la nueva historia económica de impronta estadounidense surgida a raíz del quiebre con el historicismo y de la crisis de la historia progresista debido a la reacción durante la guerra fría. Destacan en esta corriente Alfred H. Conrad, John R. Meyer y Robert W. Fogel. Los rasgos distintivos son resumidos por Fontana de la siguiente manera:
“Sus dos rasgos esenciales son, en palabras de Fogel “su énfasis acerca de la medición y el reconocimiento de la íntima relación que existe entre medición y teoría”. La medición exige el uso de métodos matemáticos; la asociación de medición y teoría conduce al uso de modelos econométricos, de modo que una de las definiciones que se han dado de la escuela se ha hecho en función del uso de “modelos explícitos hipotético-deductivos”[6].
           
Por último, la corriente que ha coadyuvado en la reconstrucción de la ciencia histórica según Fontana es la escuela de Annales, para la cual dedica líneas tan contundentes como las que siguen y que son necesarias transcribir ya que expresan su pensamiento crítico sobre la referida escuela:
“…se ha convertido en uno de los pilares de la modernización del academicismo, sucedáneo del marxismo, que finge preocupaciones progresistas y procura apartar a quienes trabajan en el terreno de la historia del peligro de adentrarse en la reflexión teórica, sustituida aquí por un conjunto de herramientas metodológicas de la más reluciente novedad y con garantía de cientifismo. Si nos atenemos a la realidad presente, uno podría definir a la escuela de Annales como un funcionalismo que ha tratado de reconstruir la historia con el recurso a una mescolanza, más o menos bien condimentada, de elementos tomados de diversas disciplinas (sociología, antropología, economía). Sus rasgos más visibles son el eclecticismo (característica habitual del pensamiento académico), una voluntad globalizadora que se justifica por la necesidad de superar la limitación tradicional de los cultivadores de la historia política (pero que es, en realidad, el resultado del uso de un utillaje metodológico heterogéneo, y no siempre coherente), y un esfuerzo por la modernización formal que cumple la función de desviar la atención hacia lo meramente instrumental, encubriendo la ausencia de un pensamiento teórico propiamente dicho”[7].

Pero acá no termina la dura pluma del historiador español hacia la escuela de Annales. Fontana le recrimina a Febvre el viraje que da a la revista Annales a partir de 1946, ofreciendo al sistema una escuela convertida en “una fórmula de recambio del marxismo” y culpa a Fernand Braudel de justificar el capitalismo como sistema inevitable[8].
Por último, Fontana expondrá, al final de su obra, un resumen de cómo el marxismo en el siglo XX ha sido desnaturalizado y dogmatizado por los historiadores que han descuartizado el pensamiento de Marx pervirtiendo su intención de herramienta para la transformación de la sociedad. Sin embargo, y al mismo tiempo, se asistía a un movimiento de profunda renovación de la mano de escritores de la talla de Lukács, Korsch, Gramsci, C. Hill, Rodney Hilton, Eric Hobsbawm, E. P. Thompson o Pierre Vilar.
Finalmente, en el capítulo dedicado a las reflexiones sobre el rol de la historia en la sociedad actual,  Fontana enunciará su postura frente al quehacer historiográfico, afirmando que:
“Nuestro objetivo difícilmente puede ser el de convertir la historia en una “ciencia” –en un cuerpo de conocimientos y métodos, cerrado y autosuficiente, que se cultiva por sí mismo-, sino, por el contrario, el de arrancarla a la fosilización cientifista para volver a convertirla en una “técnica”: en una herramienta para la tarea del cambio social”[9].


LOS PERROS QUE ESCRIBEN
ANÁLISIS DEL LIBRO "HISTORIA: ANÁLISIS DEL PASADO Y PROYECTO SOCIAL" DE JOSEP FONTANA.


III
(Tercera Parte)


Y el combate a esta forma de concebir la historia, en donde el desarrollo económico llevaría indefectiblemente al triunfo del capitalismo sin transitar por el satanizado estadio de la revolución, es el que realizará la revolución francesa de finales del siglo XVIII y que provocará una reacción en cadena que llevará tanto a la formulación del materialismo histórico de Marx y Engels como a la conformación de diversas corrientes contrarrevolucionarias durante el siglo XIX. Y es que en el pensamiento revolucionario francés se consideraba la política no como un accesorio de la economía sino como “el terreno de acción más trascendente de los hombres”[1].
Otro aspecto resaltante y particular del pensamiento de la revolución francesa será que sus reflexiones han nacido en el seno de una sociedad pre-capitalista, surgirá una corriente de pensamiento que propondrá  otras opciones de desarrollo económico y social que no necesariamente tuviesen que transitar por “la expropiación de los pequeños campesinos, sino por su reforzamiento”, es decir, “En la base de estos proyectos alternativos estaba la idea de apoyarse en las masas campesinas para construir una sociedad igualitaria o que, por lo menos, preservase en lo posible las formas de trabajo y de apropiación de común”[2].
Sin embargo, la mayoría de los revolucionarios franceses (representantes de una burguesía en ascenso) optarán por el camino “normal” de desarrollo enunciado por la escuela escocesa y tendrá en pensadores como Condorcet (1743-1794) y Antoine-Louis-Claude de Destutt de Tracy (1754-1836) sus principales ideólogos, afirmando, por ejemplo, que la propiedad era “una de las primeras nociones adquiridas por el hombre” presentándola como un fundamento natural de la sociedad y que además era “imposible evitar la desigualdad que procede de su existencia”[3].
Lecturas posteriores del proceso histórico francés harán surgir interpretaciones que, o harán una legitimación del desarrollo capitalista tradicional (esto es, a la inglesa) llegando incluso a inventar conceptos tan franceses como “revolución industrial”, o conformarán el multiforme carruaje que conducirá a la formulación del materialismo histórico marxista con las declaraciones y actuaciones de hombres tan lúcidos como Auguste Blanqui (1805-1881), Saint-Simon (1760-1825), Fourier (1772-1837) o Buonarroti (1761-1837).
Ante el doble ataque realizado por el pensamiento histórico de la revolución francesa a la teoría de la historia elaborada y defendida por el capitalismo, esto es la relegitimación de la política como terreno esencial en el desarrollo de la sociedad –colocando sobre el tapete un concepto tan espantoso para la burguesía como lo era revolución- , y la idea de un desarrollo económico fundamentado en la igualdad social y la supresión de la gran propiedad privada, el sistema de poder en Europa enfilará sus armas contra el nuevo peligro concibiendo desde sus entrañas cuatro corrientes que no serán sino “estrategias distintas para un mismo objetivo: la preservación del orden burgués”[4], estas son: interpretación whig de la historia, romanticismo, positivismo e historicismo, a las que Fontana meterá en el mismo saco y dará el sugerente mote de la contrarrevolución.
La primera de ellas, la interpretación whig[5] de la historia reconstruirá el pasado para presentarlo como un “ascenso continuado hacia las formas de la libertad constitucional”[6] además de ser la primera corriente en enarbolar una supuesta imparcialidad en sus estudios y concepciones, alejada de apasionamientos políticos que tendrá en Thomas Babbington Macaulay (1800-1859) y en lord Acton (1834-1902) a sus principales representantes.
Por su parte, el romanticismo, con escritores de la talla de Chateaubriand (1768-1848), Jules Michelet (1798-1874) y Numa Fustel de Coulanges (1830-1889)  propugnó una historia patria que exaltaba la figura de las personalidades por encima de los pueblos, de las individualidades por encima de los colectivos, y de la nación[7] por encima de la clase, lo que lograba de paso desviar a las clases populares de cualquier objetivo clasista, es decir, revolucionario.
Auguste Comte (1798-1857) será el responsable de formular la tercera de estas corrientes, el positivismo, al que Fontana se referirá en los siguientes términos:
“En la base teórica del pensamiento de Comte hay una concepción histórica parecida a la de Condorcet, de la que se ha sacado toda referencia a las formas de organización social, para dejar sólo la marcha progresiva del espíritu humano, como algo autónomo que basta para explicar el cambio histórico. Esta evolución independiente del pensamiento se ilustra con una gran ley fundamental del desarrollo intelectual de la humanidad, que consiste en afirmar que cada rama del conocimiento ha pasado sucesivamente por tres estados teóricos diferentes: el estado teológico o ficticio, el estado metafísico o abstracto y el estado científico o positivo[8].

Por lo tanto al historiador positivista, dadas las leyes de la evolución social,  no le quedaba otra opción más que “aplicarlas a la investigación concreta, usando los métodos científicos –por lo que se entiende semejantes a los de las ciencias naturales[9].
Sin embargo, la corriente a la cual se dedicará Fontana con más ahínco para criticar y descalificar (según las razones de su teoría) será el historicismo.
El origen del historicismo se encuentra en la necesidad del estado prusiano de protegerse de las ideas subversivas  y de “crear un nuevo consenso cohesionador de la sociedad”[10]  en el que colaborarían Hegel (1770-1831), Niebuhr (1776-1831), pero en el que sin duda intervendría de manera protagónica Leopold Von Ranke (1795-1886) quien daría a la corriente sus principales rasgos metodológicos pero principalmente la teoría histórica que identificaba al estado con la nación que, de manera consciente y deliberada, preparaba el terreno y luego justificaba la unificación alemana de 1871. Es por ello que Fontana considera a Ranke “un funcionario ideológico del estado prusiano, útil, servicial y plenamente consciente del papel que le tocaba”[11] para luego dirigirle una de las líneas más duras de su obra: “Lo que sucede es que los perros guardianes del sistema acaban creyendo que la casa que defienden es suya, y no del dueño que les echa cada día la comida”[12].
Estas cuatro corrientes de la contrarrevolución europea enfrentarán, a partir de 1848, la culminación teórica de las ideas revolucionarias en la concepción del materialismo histórico de Carlos Marx y Federico Engels. 
Al respecto, Fontana se niega a hablar de una concepción marxista de la historia, pues considera que “historia, economía y política marxistas (entre análisis del pasado, crítica del presente y propuesta para el futuro)”[13] es una innecesaria disección del pensamiento marxista, y se enfoca en presentar la propuesta marxista como un todo. La primera prueba para este tratamiento del pensamiento de Marx se tiene en el Manifiesto comunista que inicia con el enunciado histórico (análisis del pasado) que “la historia de todas las sociedades existentes hasta el presente es la historia de luchas de clases” y finaliza con un llamado revolucionario “¡Proletarios de todos los países, uníos! (proyecto político). Es decir, la historia explica el presente pero no lo legitima, sino que lo expone para transformarlo. 
De esta manera, el materialismo histórico interpreta la evolución de la historia humana a través de unas “etapas de progreso que no son definidas fundamentalmente por el grado de desarrollo de la producción, sino por la naturaleza de las relaciones que se establecen entre los hombres que participan en el proceso productivo”[14]. Estos son los fundamentos más esenciales de la práctica marxista, que debido a la elucubración dogmatizante, fueron fosilizados durante décadas.


LOS PERROS QUE ESCRIBEN
ANÁLISIS DEL LIBRO "HISTORIA: ANÁLISIS DEL PASADO Y PROYECTO SOCIAL" DE JOSEP FONTANA.



III 
(Segunda Parte)

El desarrollo del comercio europeo y de las ciudades comerciales italianas, especialmente Venecia y Génova y Florencia acelerará la aparición del movimiento de revitalización del conocimiento europeo llamado Renacimiento y de un estilo de historia humanista en la que “por primera vez se explotarían los hechos de la antigüedad para valorarlos políticamente, sin empeñarse en buscar en ellos la acción de la providencia y el cumplimiento de las profecías bíblicas”[1]
Serán personajes como Nicolás Maquiavelo (1469-1527) y Francesco Guicciardini (1483-1540) lo más destacado de esta etapa. Y Fontana no oculta su admiración por el primero comentando:
“Maquiavelo ambicionaba una especie de cuerpo doctrinal político, elaborado a partir de la historia (…) Que quienes le aborrecían por estas ideas republicanas lograsen convencer al mundo de que este hombre era un defensor de la tiranía y que se haya identificado el adjetivo maquiavélico con conceptos que no tienen nada que ver con su pensar recto, claro y libre, es algo que debe hacernos meditar acerca de la mentira del saber académico que propicia tales engaños”[2]
           
En este mismo periodo, pero esta vez en Castilla, se asistía al quiebre definitivo de las antiguas concepciones del cosmos legadas por Ptolomeo con el descubrimiento para Europa del Nuevo Mundo[3], y pudo este impulso colectivo dinamizar la aparición de una nueva historiografía, sin embargo, sólo logró la fugaz aparición de una corriente de cronistas –Gonzalo Fernández de Oviedo (1478-1557), el padre de Las Casas (c. 1474-1566), fray Tomás de Mercado (c. 1530-1576)- que echó las bases de la antropología moderna.
Simultáneamente, en Francia Mabillon (1632-1707) elaboraba el cuerpo de métodos y reglas para el estudio de los documentos que daría origen a la crítica textual que tanta importancia ha significado para la ciencia de la historia.  
Todo este cambio, representó una nueva oportunidad para la conformación de ideas subversivas al sistema representadas principalmente en Campanella y en los diggers de Winstanley durante la revolución inglesa del siglo XVII que se tratará a continuación.
Con la revolución inglesa del siglo XVII se inicia esta dinámica etapa de la historia europea que se ha venido a denominar Ilustración o iluminismo en la que aparecen personajes como Pierre Bayle (1647-1706) quien sistematizó el pirronismo histórico[4], sin mayor legado que la proyección de la lengua francesa en Europa a través de sus obras; pero en el que sin duda destaca un hombre que a la larga se convertirá en los símbolos de esta época.
Voltaire (1694-1778) ha dejado al resto de pensadores ilustrados la concepción de la historia como una “herramienta para  la comprensión de la sociedad” y que además provoca la admiración de Fontana debido a su osadía para enfrentar a un sistema que para la época contaba con todas las formas de coerción imaginables. Sobre él, Fontana dirá:
“A una visión de la historia que se funda en la evolución del espíritu humano corresponde una concepción política que sostiene que es la ilustración de los hombres, como instrumento de modificación de su conciencia, la que ha de transformar el mundo. Y a esa concepción política corresponde, a su vez, un programa de acción como el de los ilustrados, que Voltaire ha puesto en práctica, no sólo por medio de sus escritos, sino también con sus combates por la justicia y la tolerancia”[5]

Por su parte, Charles-Louis de Secondat (1689-1755) llamado Montesquieu aportará  a la teoría de la historia –desde el punto de vista de proyecto social y político que explora Fontana- dos aspectos esencialmente:
“La primera (…) es la distinción entre lo meramente accidental y aquello que tiene una importancia estructural para explicar los fenómenos históricos: la afirmación de que existen unas causas generales que permiten dar cuenta de la evolución histórico y que justifican el estudio científico de ésta. La segunda es la visión de la evolución humana como el paso por una sucesión de etapas definidas por la forma en que los hombres obtienen su subsistencia”[6]

La figura de Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) aunque según Fontana resulte más “un desvío que una etapa” en el desarrollo de las ideas ilustradas sobre la historia es digno de nombrar pues repercutirá (aunque él no lo hubiese deseado) en el desarrollo de la revolución francesa con sus ideas sobre la vocación maligna de la sociedad que corrompe a sus miembros.
Por último, Bonnot de Mably (1709-1785) y Diderot (1713-1784) representarán un puente entre las ideas de la ilustración y de la revolución, esto es el abandono de la esperanza de reforma de la sociedad feudal, logrando los beneficios de la prosperidad capitalista de estilo inglés, conservando el estatuto social señorial que infructuosamente intentó Turgot (1727-1781).
Esta prosperidad que había deslumbrado a Europa desde Inglaterra, fue resultado de un traumático proceso que inició con la “abolición de las tenencias feudales, en 1646”, que “abrió el camino para una etapa de desarrollo capitalista en la agricultura que, sumada a la expansión comercial, sentó las bases que harían posible la eclosión de la revolución industrial, un siglo más tarde”[7], pero en el siglo XVIII representaba la opción al vetusto régimen feudal que imperaba en Europa.
Este modelo de desarrollo capitalista será expuesto al mundo a través de las obras de los miembros de la denominada escuela escocesa,  quienes elaboraron una teoría de la historia que venía prácticamente a hacer una genealogía del capitalismo.
“La parte central de esta visión era, precisamente, su concepción de la historia: una concepción que presentaría el curso de la evolución del hombre como un ascenso hasta el capitalismo, y que se prolongaría en una proyección hacia el futuro en el que el desarrollo económico (…) permitiría satisfacer las necesidades y las aspiraciones de la humanidad entera”.[8]

Uno de los principales representantes de la mencionada escuela será John Locke (1632-1704) quien reflejó en su teoría del gobierno civil la concepción whig de la historia que partía de la idea de que:
“…los hombres habían cedido voluntariamente a un soberano la libertad de que gozaban en el estado de naturaleza, pero no sólo para que este soberano les garantizara una protección personal (…) sino para que la sociedad política y los legisladores cumplieran con la misión fundamental de salvaguardar las propiedades de todos[9]

Pero no solamente se encargó Locke del terreno político, sino que a su proyecto político correspondía una visión de la economía que partía del carácter sacrosanto de la propiedad privada definida esta como “un derecho absoluto y exclusivo sobre las cosas”, es decir, le eximía de la posibilidad de compartir los ingresos por ella conseguidos, lo que excluía de su teoría a la propiedad feudal compartida (viejo enemigo) y mucho más a la idea de una propiedad comunitaria (nuevo y peligroso contrincante).
Sin embargo, será David Hume (1711-1776) quien  elaborará un esquema interpretativo de la concepción capitalista de la historia. Fontana lo expone de la siguiente manera:
“Hume parte de una consideración de las etapas del desarrollo humano que aparece estrechamente ligada a las actividades económicas. La primera fase fue la del salvajismo, en que los hombres se dedicaban únicamente a la caza y a la pesca. De ahí se salió para pasar a otra en que crecieron desigualmente la agricultura y las manufacturas: una economía de base agraria, semejante a la que dominaba en la mayor parte de la Europa de su tiempo (…) Dentro de esta sociedad, el desarrollo económico se basa en la división del trabajo y la articulación del mercado. En la primera etapa, estos mecanismos actúan internamente, sobre la base del intercambio de los excedentes campesinos por las manufacturas locales. Muy pronto, sin embargo, el comercio exterior y el lujo resultarán determinantes para acelerar la producción. La atracción de los objetos nuevos llevados por el comercio lejano incita a los poderosos a consumir unas mercancías que sus antepasados desconocían; los grandes beneficios de este tráfico incitan a otros comerciantes a entrar en la competencia y, finalmente, la industria local procura imitar estos productos foráneos, para los que hay un ventajoso mercado”[10]

Otros intelectuales seguirán a Hume en la elaboración de una teoría de la historia basada en el desarrollo capitalista entre los que Fontana menciona a Edward Gibbon (1737-1794), Adam Ferguson (1723-1816) y William Robertson (1721-1793). Pero sin duda, la figura más importante de la escuela escocesa es Adam Smith (1723-1790). Su pensamiento se fundamenta en “la defensa de la propiedad como fundamento del orden civil” y en las ideas de Hume y Montesquieu que resultan en:
“…la combinación de una visión de la historia como ascenso de la barbarie hacia el capitalismo, un programa para el pleno desarrollo de éste –dentro de un marco de liberalismo económico, con un sistema político que garantice el respeto por la propiedad privada- y una anticipación de un futuro de prosperidad y riqueza para todos”[11]

En este sentido, la visión histórica de Smith le lleva a subestimar el terreno político en el desarrollo de dichas transformaciones. Fontana continúa diciendo: “Una visión economicista como la de Smith elimina deliberadamente toda referencia a  las transformaciones políticas, que aparecen como una consecuencia del proceso de desarrollo económico”[12].
Esta visión de la historia y sobre todo del progreso humano (un progreso eminentemente capitalista) se convirtió en “la base sobre la cual se edificaron las ciencias sociales de nuestro tiempo”[13] y que por lo tanto se han transformado en las bases teóricas combatidas por las corrientes subversivas al sistema (esto es opcionales al mismo).



LOS PERROS QUE ESCRIBEN
ANÁLISIS DEL LIBRO "HISTORIA: ANÁLISIS DEL PASADO Y PROYECTO SOCIAL" DE JOSEP FONTANA.

III 
(Primera parte)

La historia de la historiografía en cuanto al análisis del pasado para la elaboración de un proyecto social que enuncie un proyecto político, es abordada por Josep Fontana a través de una periodización que va desde los Orígenes de la historia inventada por los griegos, pasando por la Roma imperial, la concepción cristiana de la historia durante la edad media europea; deviene en un capítulo transicional, del Renacimiento a la Ilustración, que explica el aporte de los historiadores humanistas del siglo XV y XVI; continúa con una innovadora explicación del periodo de la Ilustración para luego iniciar un acucioso análisis de las corrientes que a partir de la aparición del capitalismo lo han legitimado o combatido, iniciando con la Escuela escocesa (con el sugerente título Capitalismo e Historia), el pensamiento histórico de la Revolución francesa, y las corrientes que combatieron durante el siglo XIX los rebrotes de revolución en Europa (1830, 1848 y 1870) en Historia y Contrarrevolución:1814-1917[1] que será complementada con el capítulo dedicado al análisis del surgimiento del pensamiento marxista en el materialismo histórico y la crítica del capitalismo.
Este matiz de confrontación entre la historia reaccionaria y revolucionaria al que ya se ha hecho referencia, conlleva a la, denominada por Fontana, destrucción de la ciencia histórica, esto es, al esfuerzo de desprestigiar al materialismo histórico como teoría de la historia para erradicar el bolchevismo[2] que, como consecuencia del triunfo de la Revolución de Octubre en 1917, se estaba extendiendo por Europa (Hungría y Alemania principalmente), a través de la publicación y circulación de diversas teorías que negaban la exactitud científica de la disciplina. Sin embargo, el esfuerzo no fue muy fructífero y en una serie de tres capítulos titulados La Reconstrucción, Fontana muestra las diversas formas en que la Historia ha sido redefinida ya con ayuda de la antropología y la sociología, ya con una revitalización de la historia económica o con la aparición de propuestas eclécticas fundamentadas más en el método que en la teoría como lo es la Escuela de Annales. Sin embargo, todas estas propuestas serán colocadas en el mismo saco. Son corrientes burguesas o tímidamente reformistas. No se niega sus avances en materia metodológica, pero Fontana las considera insuficientes (cuando no completamente inútiles) en la conformación de una teoría de la historia. Ante semejante escenario surgirá la opción redentora: el materialismo histórico (por obvias razones, ya esgrimidas), al que Fontana dedica dos capítulos titulados el marxismo en el siglo XX, en los cuales el autor defenderá su visión de la historia reconociendo los errores en los que se ha incurrido pero demostrando que en lugar de encontrarse frente a una derrota ideológica (debido a la fosilización del pensamiento marxista) se estaba asistiendo a una época de renovación de los planteamientos de Marx.
Finalmente, Fontana presenta un capítulo reflexivo, Repensar la historia para replantear el futuro, acerca del papel de la historia en la transformación de la sociedad mediante la enseñanza, para concluir (en la segunda edición de 1999) en un epílogo en el cual refleja los transcendentales cambios que ha enfrentado el mundo desde 1989 y que hacen más necesarios que nunca los cambios que él plantea.



IV

Desde los orígenes de la civilización, entendida ésta como vinculada a “un nivel de desarrollo urbano (…) particularmente como conjunto de instituciones, conocimientos e ideas susceptibles de trascender o extenderse a otros pueblos”[3] la historia ha tenido una función social, incluso “…el propio cuerpo de tradiciones orales de las sociedades que no conocen la escritura ha sido elaborado para justificar y transmitir lo que se considera importante para su estabilidad.”[4]
Sin embargo, la historia tal como se conoce actualmente fue inventada por los griegos en el siglo V antes de nuestra era con los logógrafos como Hecateo de Mileto (c. 500 a. J.C.). Y es entre ellos que nace la necesidad de revisar críticamente los mitos griegos; tarea que será hábilmente realizada por Heródoto de Halicarnaso (c. 485 – c. 424 a. J.C.) quien, por primera vez, “no se contenta con narrar, sino que señala las causas de los acontecimientos y busca el sentido profundo de la evolución histórica”[5]
Junto a Heródoto, destaca la figura de Tucídides (c. 460 – c. 400 a. J.C.) de quien se ha valorado su afán por la documentación exacta. Colocados ambos bajo el escrutinio de Fontana, éste declara:
“Tucídides es, simplemente, el contemporáneo de Ranke y de los historiadores académicos de cualquier época, a quienes sirve más de coartada que de modelo. De modo que no debe sorprender que el viejo e ingenuo Heródoto comience a resultarnos más próximo a quienes pensamos que la historia no puede reducirse al relato de los hechos de gobierno y de guerra de las clases dominantes.”[6]

Luego del destello que representaron las obras de Heródoto y Tucídides las visiones de la historia se harán claramente políticas con el pensamiento de Platón y de Aristóteles. El primero con su República que no es otra cosa que “una propuesta reaccionaria de sujeción de la comunidad a una clase gobernante aristocrática,”[7] y el segundo, de pensamiento más pragmático fundamentado en la familia y la esclavitud. Ambos elaborarán sistemas de clasificación de las formas de gobierno según el desarrollo de los pueblos. Así, para Platón existen cinco formas de gobierno: el reino o la aristocracia (según el número de gobernantes), la timocracia, la oligarquía, la democracia y la tiranía; mientras que para su discípulo Aristóteles, son tres pares de gobierno, separados por el interés de quien manda (el propio o el de la comunidad que dirige) realeza-tiranía, aristocracia-oligarquía y timocracia-democracia.
Ambos esquemas de clasificación y propuesta política son “vagos intentos de un sistema de etapas históricas” que, aunque seducen (y seducirán en el futuro) a más de un político ilustrado, no concretan una periodización que explicase el presente orden de las cosas desde un punto de vista político. Este aporte lo realizará Polibio (c. 200 – c. 125) formulando una “teoría cíclica de los gobiernos, que cierra y completa las elaboraciones de Platón y de Aristóteles, incorporándolas a un marco histórico.”[8]
            Durante el predominio de Roma,  historiadores como Tito Livio (59 a. J.C. - 17 d. J.C.) se esforzaron por presentar un pasado histórico con el “propósito de legitimar el fin de la República y el establecimiento de un nuevo sistema político”[9].
Con la llegada del cristianismo ocurrirá una coexistencia entre una historiografía pagana (grecorromana) y otra cristiana diferenciadas, básicamente, en:
“…el hecho de que la grecorromana buscaba la explicación de los fenómenos históricos en el interior de la propia sociedad, haciendo uso de una causalidad fundamentalmente terrena, mientras que la cristiana supone que existe un esquema determinado desde fuera de la sociedad humana, por designio divino, que marca el curso ineluctable de la evolución histórica.”[10]

Es decir, a esta concepción cristiana de la historia acompañaba la idea de la evolución pasiva de la humanidad. Así, cuando Roma cae bajo el dominio de los bárbaros, un san Agustín de Hipona (354-430) puede alegar que la ciudad caída no era otra que la ciudad terrenal, viciada de pecados y castigada por Dios debido a sus crímenes; mientras que la ciudad divina, a la que pertenecía el cristiano seguía en pie.
 Luego de este apocalipsis romano, los historiadores cristianos se dedicarán a justificar la aparición de los nuevos reinos nacidos luego de la caída del Imperio con personajes como Gregorio de Tours (530-594) dedicado a la historia del reino franco, Isidoro de Sevilla (560-636) para godos, vándalos y suevos; Beda (673-735) para los sajones y celtas de Inglaterra, y Paulo Diácono (¿? – 800) para el reino longobardo.
La llamada revolución feudal del siglo XI que destruyó las monarquías bárbaras de Europa, obligará a redefinir el papel de la iglesia en la sociedad, elaborando una economía política que servirá  de “fundamentación ideológica a la sociedad feudal hasta el triunfo del capitalismo”[11]. En este sentido, Fontana explica:
“Esta visión propone una economía política con una división social del trabajo entre grupos distintos: los caballeros, que pelean para defender al conjunto de la sociedad de sus enemigos internos y externos; los eclesiásticos, que rezan y mantienen la relación con la divinidad, con el fin de propiciar bienes y evitar castigos a la sociedad de que forman parte, y la masa de los que trabajan, los laboratores, que mantienen a los otros dos grupos, en pago de los servicios que reciben de ellos”[12]

Sin embargo, a la par de este esquema de interpretación histórica aparecieron otras concepciones basadas en modelos proféticos que se convirtieron en verdaderos quebraderos de cabeza tanto para los señores feudales como para el estamento eclesiástico debido a sus carácter apocalíptico, pero también igualitario y reformador. El principal de ellos fue el elaborado por Joaquín da Fiore (c. 1132-1202) que propugnaba un futuro cercano de felicidad que los hombre podían ayudar a construir, lo que provocó la aparición de nuevas órdenes religiosas como los franciscanos que abogaban por una iglesia más cercana a la contemplación y a la pobreza –en contraposición a la opulencia sacerdotal de su tiempo. Pero esta concepción irá más allá. Fontana afirma: “La revisión histórico-profética del joaquinismo, en la medida en que ponía en discusión la autoridad de la jerarquía eclesiástica –imaginando una Iglesia mejor en una sociedad más justa-, minaba la economía política del sistema.”[13]


LOS PERROS QUE ESCRIBEN
ANÁLISIS DEL LIBRO "HISTORIA: ANÁLISIS DEL PASADO Y PROYECTO SOCIAL" DE JOSEP FONTANA.

II

Antes de proceder a resumir y comentar el libro de Josep Fontana Historia: análisis del pasado y proyecto social es necesario denotar tres aspectos fundamentales de dicha obra. En primer lugar, que la referida obra está estructuralmente conformada por el estudio del pensamiento político –consciente o no- de historiadores específicos manifestado en sus principales obras.
Y se dice historiadores específicos, pues la obra de este historiador español está enfocada en Europa y en su heredera cultural (Estados Unidos), por lo que dicha línea europeocentrista le lleva a referenciar sólo a los escritores que, desde la Grecia clásica han configurado el conocimiento histórico de dicho continente. Él mismo lo confiesa al referirse a la concepción cristiana de la historia afirmando que:
“Conviene insistir en que no se habla aquí de la historia escrita durante la edad media, sino tan sólo de la que corresponde al mundo feudal europeo. No nos referimos ni a la rica literatura histórica del Imperio bizantino, ni a la historiografía realizada en el ámbito cultural islámico, con un concepto más amplio del universo y una visión social más rica. Seguir, como se hace en este libro, el hilo conductor que lleva hasta nuestras concepciones, obliga a prescindir de corrientes y figuras que quedan al margen de esta línea genética, por valiosas que sean”. [1]

Sin embargo, esta característica que se ha resaltado en la obra de Fontana no desmerita en ningún aspecto su relevancia y su lucidez pues es un hecho histórico evidente que la cultura europea se impuso –a sangre y fuego- en casi todo el mundo e influyó decisivamente en el resto.[2] Por lo tanto, es una historia de la historiografía que se impuso al mundo desde los grandes centros de producción intelectual (Europa y Estados Unidos) y que el mundo tomó como propia.
En segundo lugar, Fontana propone una visión histórica del desarrollo de la historiografía como una lucha entre una historiografía conservadora, oficial al sistema imperante, defendida por el status quo, que justificaría el presente presentándolo como la consecuencia lógica de la concatenación de los hechos pasados (movidos por una lógica del progreso); y una historiografía disidente que, partiendo del descontento de los sectores explotados, propone una visión crítica del presente proyectando una visión utópica (entendido este concepto como opcional al sistema) del futuro. Es decir, Fontana hace ver la historia de la historiografía como una lucha entre una visión reaccionaria y legitimadora de la clase y el sistema dominante, y una visión revolucionaria y subversiva de la misma.
En medio de todo esto, se encuentra el hecho de que al tiempo que Fontana procede a la declaración y demostración de la intencionalidad política (velada o no) que han tenido los historiadores en la construcción de sus concepciones del pasado, de explicación del presente y de proyección del futuro; él mismo, de manera más o menos explícita, presenta su propio análisis del pasado y su proyecto social como historiador de una corriente historiográfica específica: el materialismo histórico.
En efecto, Fontana presentará al Materialismo histórico como la interpretación más brillante de la historia hasta ahora realizada, enlazándolo con los pensamientos subversivos más ancestrales –una especie de lucha de clases llevada al terreno de la historia de la historiografía- y haciéndolo heredero del pensamiento de la Revolución francesa.
Sin embargo, este rasgo de la obra de Fontana no es en ningún sentido una acusación de fanatismo dogmático, sino lo opuesto. Fontana reconoce la crisis del  marxismo de su tiempo (1982) dogmatizado y fosilizado por la Academia de Ciencias de la URSS y los masificadores del pensamiento marxista en Occidente (la chilena Martha Harnecker entre ellos), a los que sin embargo, se enfrentaba una pléyade de brillantes científicos sociales como Lukács, Korsch, Gramsci, los historiadores socialistas franceses y los marxistas británicos entre otros, que se habrían encargado de revitalizar y desarrollar la corriente. Al respecto afirma:
 “…Este libro no se ha escrito para exponer un progreso, sino para ayudar a desentrañar una crisis –la de un modelo de crecimiento marxista- (…) El último capítulo de este libro se dedicará, precisamente, a la necesidad de repensar nuestros análisis del pasado para que podamos construir sobre ellos un nuevo proyecto socialista”[3]

Es a partir de la consideración de estos tres aspectos que se puede iniciar un estudio pormenorizado de los planteamientos presentados por Josep Fontana en su Historia: análisis del pasado y proyecto social.


[1] Ibíd. Pág. 31.
[2] Claude Delmas afirma: “En 1770, América pertenecía a Europa. Las tradiciones jurídicas del pacto colonial mantenían el Nuevo Mundo en un estado de sujeción. Medio siglo más tarde, Europa había perdido casi enteramente la posesión del Nuevo Mundo y, por consiguiente, aquello que se configuraba era a semblanza de Europa”; aún así, “En 1914, el europeo que abría un atlas podía observar con altivez la extensión de su dominio territorial: la casi totalidad de África y de Oceanía, la mitad de Asia y un cuarto de América” (Delmas, Claude. Historia de la civilización europea. Barcelona. Colección ¿Qué sé? Editorial OIKOS-TAU. 1964. Págs. 111-121).
[3] Fontana, Josep. Op. Cit. Pág. 246.